lunes, abril 16, 2007

El jardinero impaciente

Hubo una vez un jardinero que tenía un solar por jardín. Y no era porque no plantase nada en el jardín, ni que no lo abonase o regase. El problema era su impaciencia.

Cuando plantaba un árbol, no podía esperar a que creciera lo suficiente y que diese sus frutos. En mitad de su desarrollo, arrancaba el árbol de forma desesperada, sin darle tiempo.

Una vez plantó un rosal para deleitarse con sus flores. Pero cuando se pinchó con una de sus espinas, se enfureció tanto que lo quemó, maldiciendo a la pobre planta.

Otra vez sembró unos pensamientos, pero al ver que no se elevaban lo que a él le gustaría, ni que tuvieran los colores y las tonalidades que él deseaba, procedió a desenterrarlas con su azadón, dejándolas morir con sus raíces fuera.

En otra ocasión plantó una parra, pero esta no creció lo que él suponía suficiente el primer año. Él quería una parra como la de su vecino, que daba una sombra espectacular en verano en lo alto de su porche, con multitud de racimos verdes. Ante la falta de rapidez de crecimiento, procedió a talar su aún verde tronco, culpando al que le vendió el sarmiento inicial.

Lo intentó también con árboles frutales y hasta con bonsais. Pero la complejidad de los injertos y del cuidado de los árboles enanos lo desesperaron enseguida, abandonando la tarea iniciada y condenando a la muerte a los nuevos candidatos de su jardín.

Hubo una vez que contrató a un ayudante, quien comenzó a realizar las tareas con paciencia y buen hacer. Pero el jardinero lo despidió, pensando en que no soportaba el buen hacer del joven, y porque le ponía en ridículo ante todos sus convecinos.

El jardinero fue envejeciendo, y su solar seguía siendo un solar. Trabaja inútilmente y no tenía ningún resultado rápido. Culpaba a todos de todo: a las plantas, al agua, a la tierra, al ayudante, al vecino... Y todos sus intentos evidenciaban aún más el problema principal: él mismo.

Siendo ya viejo, el jardinero enfermó, no pudiendo ya caminar. Desde su casa veía y sufría, día a día, cómo su solar seguía siendo un solar.

Un día, empezó a salir un pequeño brote del suelo, enfrente de su puerta. Pero él no podía moverse. Quería levantarse para ver más de cerca a aquel intruso, pero debía conformarse desde la distancia a ver cómo, día tras día, y mes tras mes, cómo ese brote iba creciendo sólo, a expandirse en unas ramas y en unas verdes hojas. En tres años, aquel pequeño brote era ya un arbolito de un tamaño considerable, hermoso, majestuoso y espléndido. El jardinero sonrió, pues aquel arbol era el jardín que siempre quiso pero que estúpidamente siempre había matado.


Moraleja: A menudo actuamos como el jardinero, con la ilusión de conseguir algo, pero una vez comenzado no tenemos la constancia de seguir y ver el final. Creemos que las cosas vienen ya hechas, o que los resultados se obtienen en muy poco tiempo, y no tenemos la paciencia de disfrutar del milagro del desarrollo, desde la más pequeña semilla hasta convertirse en un enorme árbol. Es la impaciencia la que nos hace abandonar nuestros sueños cuando surge la más pequeña dificultad. Destruimos ese sueño, esa ilusión, mucho antes de haberse materializado.

Y nuestro orgullo y nuestra falta de reconocer nuestros errores y de aprender de ellos, nos hace ser déspotas, rechazando y eliminando de nuestra vida las ayudas que nos proporcionan.


Rafael Hernampérez

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué hermosa historia.
Y cuánta razón tienes al final.
A veces solo hay que dejar que el Universo haga su trabajo.
Un abrazo.