domingo, abril 15, 2007

El entierro

He querido despedirme de Juan, asistiendo a su entierro.

Ha ocurrido algo increíble: era imposible aparcar. El aparcamiento, los márgenes de la carretera, el aparcamiento de un campo de fútbol y el de un solar contiguo al cementerio estaban abarrotados de coches. Tuve que aparcar un poco lejos, junto a la valla de una parcela rústica.

La capilla estaba a rebosar, y muchas personas se quedaron fuera. Era tal la asistencia a este último adiós a una grandísima persona.

Rafaela, su esposa, se derrumbó tras estos dos días de entereza en el tanatorio. El cansancio y la partida del que fuera el verdadero amor de toda una vida, que dió como fruto dos fantásticos hijos y un nieto, ya rebasaron el límite.

La homilía fue rápida. Apenas quince o veinte minutos, llenos de profundo pesar y del calor de una multitud. Después, fuimos hacia los nichos, haciendo el cortejo fúnebre tras su ataúd. Por la densidad de la procesión, calculé cerca de 500 asistentes.

El cierre del sepelio fue emotivo y muy sentido por los presentes. Rafaela se derrumbó nuevamente, dando el último adiós a Juan. Acto seguido se dirigió al nicho de su madre, a tan sólo unos pocos nichos a la izquierda del de Juan. Pronunció unas palabras a su madre, tocando la losa de mármol que sella su nicho.

En ese momento recordé que hacía apenas siete años, asistí a dar el pésame a Rafaela por su madre en ese mismo tanatorio, poco antes de su entierro, que se celebraba al mismo tiempo que mi boda.

Me acordé entonces de mi tía Begoña, fallecida hace apenas seis años, tras una agonía de casi dos años luchando con una fuerza sobrenatural contra el cáncer que la consumió. La iglesia de mi pueblo, mucho mayor que la capilla del tanatorio donde oficiaron la despedida de Juan, estaba mucho más abarrotada, y mucha gente se quedó fuera de la iglesia. Fueron más de mil (no estoy exagerando) las personas que fueron a dar el pésame a mi tío y a mis primos. Duró mucho más que la hora de la homilía. Parecía no acabar nunca.

Uno se detiene a pensar qué es la vida, qué hacemos en ella y si merece la pena hacer tantos planes y trabajar duramente por cosas que nunca llegan a verse o a materializarse. La muerte es lo único seguro que existe; lo demás son sólo conjeturas.

La vida, amigos míos, es un constante relevo. Todo tiene un inicio y un fin, y a cada vida le sucede otra, abriendo y cerrando los ciclos de una vida más alta e inmortal, posiblemente la de Dios. Nuestra vida constituye una oportunidad de mejorar y evolucionar esa otra vida mayor, como si fuéramos una célula de ese organismo mayor.

Hemos tenido la oportunidad de vivir, de existir en este maravilloso mundo, y hemos tenido la suerte de decidir cómo queremos vivir nuestra existencia. Somos libres de elegir cómo vivir, a pesar de que olvidamos que la vida es este preciso momento. El pasado no tiene importancia, porque nunca ocurrirá otra vez: ni lo bueno ni lo malo. El futuro es sólo una ilusión creada por nuestros sentimientos y nuestras emociones. Pero este instante es realmente tu vida. No importa tus riquezas, tus títulos, tus creencias, tus proyectos o tus preferencias. Sólo te pertenece este preciso instante, y si al siguiente instante ya no estás aquí, todo aquello con lo que has adornado tu vida carecerá de sentido y de valor.

Nos obcecamos constante e inútilmente en hacer más y más planes, en llenar nuestro tiempo de cosas inútiles, en adornar nuestra vida, en llenar una y otra vez la bandeja de las cosas por hacer, y dejar para el final los planes para ser felices o hacer felices a los demás. Nuestro último instante no lo conocemos, y llega antes de lo que nos gustaría. Cuando dejamos este mundo, la bandeja de cosas por hacer está siempre llena.

Tienes en tus manos la oportunidad de elegir cómo invertir este instante. Puedes elegir entre ser feliz o desdichado, enfadarte o alegrarte, fruncir el ceño o sonreír, hacer el bien o hacer el mal, aislarte o disfrutar del calor humano, crear o destruir, odiar o amar, realizar tus sueños o perder el tiempo, desesperarte o buscar una solución, preocuparte u ocuparte, invertir o malgastar ese instante... Cada instante es una semilla de la que germinará el fruto de tus decisiones.

Y a medida que se avanza en la vida, se acumulan sus instantes y germinan los frutos de tus decisiones. Al final, en el último instante, es cuando al hacer el balance de esos frutos se verá si la vida ha merecido la pena.

Cuando veo la concurrencia en el adiós a Juan o a Begoña, es cuando me percato de que sus vidas en realidad han merecido la pena. Fueron grandes personas, que con escasos estudios, cultura, títulos o riquezas, amaron a muchas personas, haciéndolas felices a lo largo de sus vidas. Invirtieron esos instantes con la semilla del amor y de la felicidad. Sus frutos son evidentes, y el balance es una incomparable cosecha ingente de amor y de felicidad. Y esos frutos sobrevivirán a sus muertes en los corazones de las personas que amaron.

Lo más curioso de esta historia no fue esta reflexión que tuve mientras sellaban el sepelio de Juan. Tras concluir el ritual, al darme la vuelta en procesión hacia la salida, pasé por un nicho con un dibujo pintado por un niño dedicado a su padre, fallecido con 39 años. No sé por qué, pero me evadí de la procesión, giré a la derecha, recorrí varias filas de nichos, hasta el solitario pasillo donde se encontraba el nicho de mi amiga Vanesa, fallecida hace unos pocos meses con tan sólo 26 años. En mitad del pasillo había un banco, donde me senté. Justo enfrente de mí había un nicho de un chico fallecido con sólo 16 años. En ese momento me derrumbé y rompí a llorar.

Me jacto de no llorar en los entierros, ni siquiera del de los seres más queridos. Pero en ese momento estaba llorando, y no por la pérdida de Juan ni por acordarme de mi tía Begoña o de mi querida Vanesa. Estaba llorando por aquel dibujo hecho por un niño a su papá, para mí un completo desconocido. Me acordé en ese momento de mi hija, a la que le encanta dibujar mucho y dedicarme la mayor parte de sus pequeñas obras de arte. No es que yo me imaginara estar dentro de ese nicho y que el dibujo fuera de mi hija Nerea. No alcanzo a explicar por qué esa imagen me hizo sacar toda ese dolor de dentro de mí. Quizá fuera como un símbolo que representa el adiós de una vida y el relevo de otra. Que la vida no termina con la muerte, que unos vienen y otros se van, y que la muerte, al fin y al cabo, es un trámite necesario para que todo continúe y recicle un ente superior del cual nosotros tan sólo somos como unas simples células.

En estos momentos soy feliz porque Begoña, Juan, Vanesa, Casiano y otros muchos seres queridos a los que he perdido, han contribuido con su existencia a un mundo mejor, y los frutos de sus semillas siguen aquí, ahora y siempre. Y soy feliz porque yo también estoy contribuyendo a esa causa lo mejor que puedo, amando a mi prójimo.

Quisiera que mi último instante en esta vida fuese el más feliz para mí y para todos los demás, saber que todos mis instantes los invertí bien, y que todas las semillas que planté en vida germinan y dan un fruto incomparable del que todos puedan saciarse.



Rafael Hernampérez

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